Cuentos cortos de terror: Sonidos fúnebres

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He escrito este cuento de misterio y terror con un final interesante, para todos aquellos que gustan de este tipo de historias. Es hora de disfrutar un instante y si es noche ¡qué mejor!.


Tenía 102 años, era alta pero caminaba encorvada y lentamente por los pasillos del viejo asilo donde yo trabajaba en aquellos años. Era la única superviviente al siglo y ni la enfermedad ni la depresión la habían derrotado. Su cara desvanecida y triste, tenía la mirada de alguien que deseaba marcharse ya, pero que la vida no se apagaba así de fácil. Tenía un largo cabello blanco y sedoso que en las noches inspiraban al miedo, con su amplia frente llena de arrugas. -Qué bendición el vivir tantos años-, rumoreaban las enfermeras del lugar, al tiempo que otras comentaban -pero es un largo sufrimiento, uno se convierte en una carga- 

Todos los días me levantaba muy de mañana, me colocaba el traje de doctor, aquél típico mandil blanco de un galeno y acudía a examinar a la Sra. Antonia, tal era su nombre. -¿Cómo me encuentro doctor?...- exclamaba preocupada con una voz tembleque, sumamente deteriorada y ronca por la edad. -Se encuentra muy bien, hoy está mejor que ayer- le decía sonriente, mientras le profería unas suaves palmoteadas en la espalda. Me llegué a encariñar con ella y en efecto, gozaba de una excelente salud para la edad que tenía, empero padecía de un problema desde hacía 5 años.

La enfermedad de los huesos (Osteoporosis) junto con Artritis, la habían dejado mal. No podía moverse con firmeza y cojeaba demasiado pero no estaba postrada. Nunca quiso aceptar una silla de ruedas. -Aun no me siento tan inútil Dr. Robles, yo puedo caminar-, bromeaba y fue cuando decidimos respetar su voluntad y le entregamos un bastón para que pueda apoyarse. Era lo único que se podía hacer y que además ella aceptaría.

El bastón era de fierro color plata, delgado y estaba protegido de una especie de caucho gris tanto en la agarradera curvada, como en la punta. Tendría unos sesenta centímetros de largo y hacía muy bien su trabajo. Antonia, "la dulce viejecita" como le decían en el asilo, caminaba lentamente desde su cuarto, apoyada en la pared junto al báculo, hasta el salón más cercano donde tenía una radio muy antigua que le servía para sintonizar música de los años 50 y que a ella, le alegraba la vida. ¡Quién sabe qué recuerdos le venían a su mente con esas melodías!, de seguro amores del pasado. Ese aparatito (la radio) era su fiel compañero y el único. Ella estaba abandonada.

Sus ojos aún podían ver, las cataratas que había adquirido en la visión no tan hace mucho, se habían detenido. Los bordes de los párpados eran extremadamente rojos al igual que los lagrimales. Las arrugas eran grandes hileras que cubrían el rostro, dando la impresión de riachuelos y trizaduras. Las manos encarrujadas junto a largas uñas deterioradas, servían para apoyarse en aquél báculo. Los brazos y antebrazos eran tan delgados que la piel estaba literalmente, pegada al hueso.

-Realmente es dura la vida- pensaba en mis momentos de meditación, -cuando uno es joven, vive por vivir y el tiempo no te importa. Pero cuando llegas a cierta edad en la vejez, cada día que pasa es como una bomba de tiempo y lo sabes.- Esto era lo que discurría mientras me vestía para ir nuevamente a mi rutina de doctor y a su vez, mientras cavilaba. No podía saber si era mejor morir pronto o vivir tan largo padeciendo. ¿Donde estaban sus hijos?, ¿porqué todo el mundo la abandonó?, ¿será que se cansaron?, la vida es cruel. Concluía mis pensamientos luego de aquellas preguntas sin respuestas.

Había algo en especial que me molestaba al principio, pero que luego me acostumbré. Era el sonido que producía el bastón al chocar contra el suelo, como golpes secos de fierro en el piso de cemento, al compás de la lenta caminata de la viejecita. Desde su recámara pasando por los pasillos oscuros y solitarios donde en otros cuartos yacían más ancianas, hasta llegar a su vetusto radio, era la misma resonancia fastidiosa de siempre. La escuchaba y me retumbaba el eco en los oídos, eran mi alimento en aquellas visitas. "Toc..., toc..., toc..., toc...." cada vez más fuerte y más cercano, "toc..., toc..., toc..., toc..." con cada paso, hasta que se sentaba en el mueble a escuchar su dulce música y la sinfonía terminaba.

Eran sonidos que producían en mi ser un malestar, pero a su vez sentía tristeza y compasión.  El tiempo se encargó de guardarlos en mi mente, luego me resigné.

Pasaron dos años de mis inspecciones diarias y cada día la ancianita se debilitaba más y más pero nunca dejó de caminar, aunque sea lentamente.  Sus ojos se hicieron más pequeños, yo me sentía apenado. El fin del ser humano es ese, llegas a ser un bebé nuevamente, pero después de haber sufrido y padecido todo. Un día, cuando llegué temprano como cada mañana, hallábase muerta en su camita. Su corazón latió tanto, que decidió parar por muerte natural. Falleció sola y en el olvido a los 104 años. Ninguna persona de su descendencia asistió al funeral, ningún familiar o amigo jamás fue visto por allí.

El bastón quedó sin dueño, solía pasar en aquél cuarto, apegado al guardarropa que poco a poco se ensuciaba con el polvo. Pero yo seguía escuchando el eco de aquellos pasos: "toc..., toc..., toc..., toc..." Nunca le di importancia y cuando otra anciana llegó al asilo y le dieron aquél cuarto de Antonia, no tuve más remedio que llevar el báculo a mi casa. Yo me había encariñado con la viejecita y aquél bastón si bien fue causante de mis tormentos, era el único recuerdo de la señora que vivió bastante tiempo.

El problema es que desde entonces y a pesar de que han pasado largos años, ¡sigo escuchando el sonido ensordecedor de aquellos golpes!, convertidos ya en una melodía siniestra, del báculo contra el suelo al caminar.

Es ensordecedor, es macabro y no me han dejado en paz. ¡Estoy desesperado, porque ya no sé que hacer!. He tenido que deshacerme de ese fierro mortuorio tirándolo en la basura y a pesar de ello el ruido ¡no se ha ido!.  A veces he llegado a pensar que ella sigue aquí, conmigo y que en este instante está a mi lado. Desvarío y no puedo creer lo que me sucede. "Toc..., toc..., toc..., toc..." el sonido no se marcha, "toc..., toc..., toc...", sé que terminaré enloqueciendo... veo sus ojos, su rostro, su sombra... ¡La anciana sigue aquí  y camina en cada día de mi vida!.

Alex Méndez Romero
@halpamen

COMENTARIOS

BLOGGER: 8
  1. Buenísimo el cuento...pero necesitas imaginarte que estás en el Asilo tipo 12 de la noche...

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  2. Interesante, pero me gustaría escuchar un poco más sobre como se fue dando cuenta que los sonidos continuaban a pesar de su muerte.

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    1. Voy a pensar en hacer la parte dos donde plasme esos detalles. Saludos Amiga!

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  3. Como escuche ahora un ruidito, te voy a echar la culpa si no duermo, eh...

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  4. Hola Alex, ahora que es de día lo leí ja ja está muy bien , pero nos queda la duda de si la anciana ya espiritual quiere hacer el mal o sólo está de visita

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    1. Ese es el misterio estimado Freddy! :) Me alegro que te haya gustado!

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Misteriosa Realidad: Cuentos cortos de terror: Sonidos fúnebres
Cuentos cortos de terror: Sonidos fúnebres
He escrito este cuento de misterio y terror con un final interesante, para todos aquellos que gustan de este tipo de historias. Es hora de disfrutar un instante y si es noche ¡qué mejor!.
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