El manicomio solía erigirse alto sobre la montaña que se veía desde todos los puntos de la ciudad, parecía que los que dirigían aquel centro del terror controlaban la vida de los habitantes desde la comodidad de sus escritorios. Sentados, espiando detrás del cortinaje a quien se portara mal. Si uno pasaba cerca del manicomio por las noches y prestaba mucha atención, se podía escuchar los lamentos de los prisioneros, era espeluznante ver como cada cierto tiempo las luces de este lugar iban y venía por el uso desmesurado de la electricidad.
El manicomio solía erigirse alto sobre la montaña que se veía desde todos los puntos de la ciudad, parecía que los que dirigían aquel centro del terror controlaban la vida de los habitantes desde la comodidad de sus escritorios. Sentados, espiando detrás del cortinaje a quien se portara mal. Si uno pasaba cerca del manicomio por las noches y prestaba mucha atención, se podía escuchar los lamentos de los prisioneros, era espeluznante ver como cada cierto tiempo las luces de este lugar iban y venía por el uso desmesurado de la electricidad.
Electroshock, es lo que usan para cuidar a los pacientes, solían comentar los habitantes de la ciudad, en son de conocer realmente a lo que se refería esa palabra, pero sin saber a ciencia cierta qué era lo que pasaba ahí adentro y peor aún sin conocer cuál era la técnica para el electroshock.
Por las noches, solían salir los carruajes del manicomio a recorrer las calles de la ciudad y llevarse a los que estaban haciendo alboroto, los habitantes tenían tanto miedo de terminar ahí dentro que cuando se ponía el sol se escondían en sus casas, y sólo desde dentro escuchaban las herraduras de los caballos pasar a todo galope sobre las piedras de la vía. No había más autoridad que el loquero en esta ciudad, él mandaba y todos le obedecían por temor a terminar dentro de esa casa del horror.
Una noche tres forasteros llegaron al pueblo, habían traído consigo sus alforjas, llenas de polvos mágicos y hongos, querían pasar unos días fuera de sus hogares y experimentar nuevas sensaciones para mejorar su arte. Un licor verde que se mezclaba con azúcar era uno de los brebajes que tenían.
Llegaron a las afueras de la ciudad y montaron allí su campamento, comieron los hongos y bebieron el ajenjo, fumaron e inhalaron aquellos polvos comprados en las lejanías del oriente y bailaron como poseídos bajo la luz de la luna. La carroza del loquero no se hizo esperar, ellos los habían visto llegar y los había espiado mientras hacían su ritual diabólico a la luna. Sin miramientos los metieron en el carruaje, los extranjeros gritaban aterrados que los soltaran, pero el cochero hacía de oídos sordos. Simplemente los encerraron dentro de un cuarto oscuro y con un olor nefasto.
Cuando se les pasó el efecto de las drogas y se percataron que habían sido encerrados, gritaron para que los soltaran, un hombre vestido con túnica blanca se acercó a uno de ellos, lo sacó de la celda, pero no hizo ningún caso a las súplicas del individuo, sino que lo llevó directo a un cuarto equipado con los más extraños aparatos, lo acostó y sin decir una palabra le conecto unos cables a la cabeza.
Aquella noche desde la ciudad si pudo ver como las luces del manicomio subían y bajaban, más veces que las normales, todos pensaron que había de ser una noche de terror para aquel que haya caído en las garras del loquero.
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