Roberto se quejaba mientras la lluvia caía sin interrupción sobre el asfalto. Aparcó junto al acceso principal de una discoteca donde, todos los fines de semana se dejaba caer para tomarse algunas copas. Mientras colocaba el candado en la rueda la vio aparecer: una joven de largos cabellos humedecidos, ataviada con un vestido primaveral que apenas si cubría sus formas y que llevaba los brazos cruzados sobre el pecho, como si quisiera retener el poco calor que le quedaba en su cuerpo. Roberto, conmovido por la escena, comprendió que no la podía dejar marchar en aquellas condiciones:
—¡En qué hora se me ocurriría coger la moto!
Roberto se quejaba mientras la lluvia caía sin interrupción sobre el asfalto. Aparcó junto al acceso principal de una discoteca donde, todos los fines de semana se dejaba caer para tomarse algunas copas. Mientras colocaba el candado en la rueda la vio aparecer: una joven de largos cabellos humedecidos, ataviada con un vestido primaveral que apenas si cubría sus formas y que llevaba los brazos cruzados sobre el pecho, como si quisiera retener el poco calor que le quedaba en su cuerpo. Roberto, conmovido por la escena, comprendió que no la podía dejar marchar en aquellas condiciones:
—¡Eh, espera! —gritó. Se quitó su chaqueta de cuero para ponérsela a la joven sobre los hombros.
—¡Mírate, estás empapada y congelada! ¡Ven, pasa conmigo, te invito a tomar algo!
La joven accedió y entraron juntos en la discoteca. No se separaron en toda la velada, charlando, bebiendo y divirtiéndose. Roberto se ofreció para acompañar a la muchacha, que dijo llamarse Yolanda, hasta la puerta de su casa.
El amanecer era muy frío, y aunque ya había dejado de llover, el ambiente era húmedo y gélido. Montaron en la motocicleta y ella se aferró fuertemente a su cintura, él notaba sus temblores. Roberto se dirigió en la dirección que la joven le había indicado. Conocía con detalle cada metro de la carretera, se anticipaba a cada curva y en todas le suplicaba que disminuyera la velocidad, tenía mucho miedo a sufrir un accidente. Cuando llegaron, Roberto detuvo la moto junto a la acera. Yolanda bajó a la calzada e hizo el ademán de devolverle la chaqueta.
—No te preocupes, ahora no siento frio; si te parece, mañana me paso y la recojo. ¿Cual es tu piso?, ¿te viene bien a eso de las cinco? —preguntó Roberto.
Yolanda asintió con la cabeza, sin emitir palabra alguna y beso fugazmente sus labios. Inmediatamente desapareció.
A la mañana siguiente el joven regresó ilusionado a la casa de su nueva conquista. Una sefiora de pelo cano abrió la puerta.
—Hola, ¿cómo esta? Esto... yo... habia quedado con Yolanda para recoger mi chaqueta y tomar algo.
La mujer dejó caer el vaso que llevaba en su mano; Roberto se asustó con el ruido de los cristales al estallar en mil pedazos. El rostro de la mujer se demudó:
—Pero... ¿Qué broma es ésta?
—Esto es en serio, sefiora. Ayer le dejé mi chaqueta a Yolanda y quedamos en que vendria a recogerla hoy.
La sefiora se puso muy nerviosa y pidió a Roberto que describiera a la joven. A medida que escuchaba las explicaciones su expresión se fue tomando amarga, y entonces estalló en un llanto desconsolado. Cuando pudo recuperar el aliento alcanzo a decir:
—Justo así era Yolanda, mi hija, pero ella... ¡murió hace cinco años! Un día de mucha lluvia, mientras conducía hacia la discoteca su moto derrapó, su cuerpo quedó destrozado en una curva... ¡fue horrible! En el cementerio, aquí muy cerca, hay una foto de mi hija incrustada en la lápida. Es la única que conservo. Acompáñeme si no me cree.
Fueron ambos hasta el cementerio, a cinco minutos escasos de la vivienda. Roberto, algo escéptico, seguía a aquella mujer que le precedia deslizando sus pies trabajosamente por el peso de la tristeza.
A Roberto le faltó poco para quedarse allí clavado, convertido en una piedra más. Tal como le advirtió la madre de Yolanda, la fotografía, aunque desfigurada por el paso del tiempo, mostraba la imagen de Yolanda tal y como la conoció aquella noche. No podía ser de otra. La joven le sonreía desde la lapida con complicidad. Fue en ese preciso momento cuando Roberto se quedó paralizado.
Su chaqueta se encontraba apoyada sobre la tumba. No había duda... Era la misma que le habia prestado a Yolanda la noche anterior.
No olvide descargar Misteriosa Realidad gratis desde Apple Store y Google Play
Por lo menos la hizo feliz después de muerta.
ResponderEliminar