Rodolfo —le dijeron— vamos a ver lo valiente que eres y de lo que eres capaz. Te voy a hacer un corte en la muñeca y te sacaremos un poco de sangre, aguanta como un hombre y será la última broma que te hagamos...
Un, dos... un, dos... un, dos...
El sargento marcaba el paso autoritariamente y todos los reclutas lo
acompañábamos, poniendo mucha atención para no cometer ninguna
equivocación. La semana estaba siendo especialmente dura porque los
veteranos no dejaban de molestar e importunar con sus inaguantables
novatadas. Yo ya había padecido unas cuantas, aunque por suerte no
fueron muy macabras, la peor parte la llevaba Rodolfo, el buenazo de la
unidad, un gigantón con un corazón que no cabía en su pecho, y que
aguantaba estoicamente una broma tras otra.
Después de la instrucción nos dirigimos rápidamente hacia las
duchas. Teníamos que estar listos lo antes posible. Eso significaba más
tiempo para disfrutar en la cantina. Cuando nos disponíamos a marchar
algunos veteranos se acercaron a nuestro grupo. La cosa no pintaba nada
bien.
Venga, Rodolfo, vente a dar una vueltecita con nosotros, le ordenaron amenazantes.
¡Dejadle tranquilo! ¡Ya está bien, no paráis de hacerle cosas! les
increpé indignado a riesgo de que se ensañaran conmigo.
¡Tú cierra el pico, recluta, o serás el próximo! amenazaron. Parecían hampones dispuestos a cualquier cosa. Rodolfo, para que la sangre
no llegara al río, intentó calmarme:
¡Tranquilos amigos, no pasa nada, estaremos de vuelta en un ratito!
Los veteranos lo montaron en un Jeep y lo condujeron con los ojos
vendados a un pabellón vacío. Al parecer le tenían preparada una buena
novatada. Uno de ellos, entre lágrimas y con la voz temblorosa me lo
relató horas después:
Rodolfo le dijeron. Vamos a ver lo valiente que eres y de lo
que eres capaz. Te voy a hacer un corte en la muñeca y te sacaremos un
poco de sangre, aguanta como un hombre y será la última broma que te hagamos. A ver, chicos... ¡El cuchillo y un cubo para recoger la sangre!. Todos nos miramos y aguantamos la risa. Rodolfo, con los ojos tapados,
estaba muy angustiado, no sabía muy bien lo que estaba sucediendo. Le
tumbamos en una gran mesa y le atamos fuertemente. Él forcejeó para
liberar su brazo, pero no fue posible, estaba bien amarrado. Su cara
comenzó a ponerse morada por el esfuerzo. Una mordaza le impedía gritar. Pusimos el cubo bajo su brazo y, como en otras ocasiones, el cabo
deslizó el canto de un cuchillo por la muñeca del aterrado muchacho haciéndole creer que le producíamos un corte perfecto. Uno de nosotros ya
tenía el agua caliente preparada y se la empezamos a echar sobre la
muñeca... ¡Rodolfo se revolvía como un cochino al escuchar cómo
goteaba sobre el cubo lo que él creía su sangre! A continuación, con un
dosificador fuimos vertiendo gota a gota el agua sobre la muñeca de tu
amigo. ¡Lo habíamos hecho tantas veces!... ¡Bueno, Rodolfo, en un rato
volvemos! ¡Aguanta y será la última vez! Nos marchamos, dejándole
allí solo, amordazado y con los ojos vendados, pensando que se desangraba poco a poco. Nos dio tiempo a tomarnos dos o tres botellones.
Cuando regresamos Rodolfo estaba quieto.
A cada frase el veterano se veía obligado a detenerse para limpiarse
las lágrimas que ya salían a borbotones. Narraba el suceso realmente
emocionado.
¡Venga, chaval, prueba superada!
le dijimos para tranquilizarle.
Nuestras carcajadas se podían oír desde muy lejos.
¡Vamos, grandullón, ya te habrás desangrado! dijo el cabo. Pero
Rodolfo seguía inmóvil. El cabo se puso inquieto:
¡Este cabrón se ha quedado roque!, se va a enterar.
Pero al quitarle las ataduras descubrimos que Rodolfo... ¡estaba muerto! El resto ya lo conoces: el forense ha dicho que fue un ataque al corazón, al parecer sufría una malformación desde pequeño. Estamos a la
espera de que un jurado militar dictamine si hay culpa o se trató de un
accidente. Pero sea como fuere, te puedo asegurar que jamás volveré a
dormir tranquilo.
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