Ante la demora excesiva, el grupo decidió ir a la búsqueda de Fermín. Entraron en el cementerio y buscaron entre las lápidas. Quedaron horrorizados...
La cita se formalizó: ¡A las doce en las afueras del pueblo! Los cuatro
amigos habían decidido que esa noche, precisamente ésa, fuera la elegida. ¡Por fin iban a demostrarse unos a otros el valor del que en tantas
ocasiones habían pavoneado!
E1 cielo amenazaba lluvia, y los rayos, como azotes eléctricos, conseguían que el cielo se iluminara a cada instante con destellos metálicos.
Todo el pueblo estaba en tinieblas. La central eléctrica había sufrido una
inoportuna avería. En ocasiones similares, el fluido eléctrico se había
interrumpido durante horas. Se trataba, pues, de la situación perfecta. La
noche presentaba su peor cara. Enfundados en sus prendas de abrigo, los
amigos iban apareciendo en el sitio acordado. Cada uno trajo el objeto
exigido: un martillo y un clavo con una muesca personalizada que lo
distinguiera de los demás.
Para demostrar su valentía, nada mejor que, en medio de la noche,
saltar la tapia del cementerio y como prueba de hombría, incrustar el
clavo en una de las muchas sepulturas.
¡Venga! ¡Comencemos de una vez! ¿Quién se atreve a ser el
primero?
¡Yo mismo! Alberto se levantó las solapas de su abrigo, apretó
con determinación los puños dentro de sus bolsillos y se encaminó hacia
el cementerio.
Pasó el tiempo. Los que aguardaban estimaron que su compañero tardaba demasiado. Alberto apareció de entre las sombras asegurando
haber cumplido con la misión encomendada. Fernando fue el siguiente,
y Jesús el tercero. Ya sólo quedaba Fermín, el más pequeño, con el que
siempre se metían, y al que a cada momento le recordaban lo cobarde
que era. Fue el que más dudó.
Chicos... esto... creo que me voy a casa... ¡Como mis padres descubran que me he escapado me la voy a cargar!
Sí, claro, ¡venga, cobarde!, ¡a saltar esa tapia! le increparon los
demás.
Fermín fue consciente de pronto de que esa noche no valdrían las
excusas. Resignado, se encaminó hacia el cementerio. E1 silencio era
espeluznante. Sólo el aullido del viento podía romperlo, o los truenos
entrecortados a lo lejos, que hacían a su vez retumbar la tierra. Con
mucho esfuerzo consiguió saltar la tapia. El espectáculo que se encontró
en el interior era aterrador. Cada fogonazo de los rayos recortaba la
silueta de las tumbas. En cuestión de segundos todo se iluminaba para
enseguida dejar paso a la total oscuridad. Fermín sintió que sus rodillas
temblaban mientras se dirigía hacia una de las tumbas para realizar su
cometido. Se sentó en una de las lápidas, el frío de la losa le penetró instantáneamente hasta los huesos. Sacó el martillo aterrorizado.
La mano temblorosa y poco arme hizo que el clavo se le cayera al
suelo. A oscuras, Fermín comenzó a palpar el terreno para encontrarlo,
pero de repente emitió un feroz alarido. Creía haber tocado algo parecido a un esqueleto humano. El resplandor de un rayo le acercó la realidad: sólo eran las raíces de un árbol sobresaliendo de la tierra. Al
siguiente destello, lo localizó. Se sentó nuevamente sobre la tumba. Su
respiración se hizo más pesada, y los latidos de su corazón se tomaron
incontrolables. Volvió a intentarlo...
¿No está tardando mucho? comentó Alberto. ¡No teníamos
que haber obligado a Fermín! Hubiese sido mejor que no hiciera la prueba, ya sabes lo cobarde que es.
Sí, será todo lo gallina que tú quieras, contestó Fernando defendiendo al pequeño, pero también él ha saltado la tapia y está dentro del
cementerio.
Ante la demora excesiva, el grupo decidió ir a la búsqueda de Fermín.
Entraron en el cementerio y buscaron entre las lápidas. Quedaron horrorizados al hallarlo tendido junto a una de las tumbas con un trozo de su
abrigo clavado al mármol de la sepultura. La expresión de su cara no dejaba lugar a dudas: había sufrido una muerte angustiosa, hasta su pelo
se había cubierto de canas.
E1 forense confirmó que la muerte del chico se produjo por los efectos letales de un paro cardiaco, sobrevenido después de una violenta crisis de pánico y ansiedad. Seguramente Fermín pensó que algún difunto
le agarraba del abrigo para llevárselo con él al más allá, como pago por
su osadía. En el caso de que fuera así, desde luego que lo había
conseguido.
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