La abuela saludó con impaciencia al cartero el mismo que gritaba con fuerza —¡Señora Antonia, tengo una carta para usted!, es muy importante!—
La abuela saludó con impaciencia al cartero, que aparecía en la aldea tres veces por semana. El pueblo era pequeño, y el volumen de correspondencia no justificaba tener abierta una oficina de correos.
—¡Hola, Mariano!, ¿cómo va todo? ¿Esta vez tengo suerte?—, alzó la voz la anciana desde la entrada de su vivienda.
—Pues sí, hoy tiene suerte, señora Antonia, además se trata de un paquete de su sobrino americano— le contestó el cartero mientras descendía del todoterreno que utilizaba para el reparto.
—¡Hay que ver cómo es este muchacho!, siempre enviando cosas. La última vez me llenó una caja con paquetes de galletas de diferentes sabores, no te puedes imaginar el atracón que me di—, dijo la anciana aproximándose.
—Bueno, y ¿cómo anda la familia? ¿Hace mucho que no ve a sus hijos?— quiso saber amablemente el cartero.
—Un tiempecito ya, pero este fin de semana vienen todos a casa, les estoy preparando una comida especial.— La abuela rebosaba alegría.
Viendo su semblante no cabía duda de que se sentía feliz. —¡Qué envidia que me dan! Un día de éstos me tengo que quedar a comer con usted porque me da que hace una comida impresionante. ¡Vaya hambre me está entrando! ¡Así que me voy, señora Antonia! ¡Hasta el lunes! — El cartero hizo un ademán de despedida, se subió al vehículo y arrancó.
—¡Adiós, hijo! ¡Que pases un buen en de semana y ten mucho cuidado con el coche!—
La señora Antonia entró en la vivienda y procedió a desembalar el paquete. Dentro sólo encontró un bote de cristal con unos polvos de color grisáceo. Giró el bote, lo contempló por todos los lados y no encontró ninguna descripción.
—¡Este chico!... ¿Qué serán estos polvos? Seguro que alguna especia americana. Probaré a echarlos a las albóndigas de mañana, los chicos se van a chupar los dedos.—
Al día siguiente, la casa de la señora Antonia era un hervidero de gente. Habían acudido sus tres hijos con sus respectivas mujeres acompañados por una cuadrilla de nietos tan numerosa, que no era capaz siquiera de recordar el nombre de cada uno.
—¡Uh mmm! ¡Siempre huele genial en tu cocina, mamá! ¡Se me hace la boca agua!— le dijo Alberto, el mayor de sus hijos.
—Tú, que eres un glotón y todo lo que guiso te gusta.— Antonia se sentía orgullosa de esa mano tan especial que tenía para la cocina.
—¡Vamoooossss! ¡A comeeeeer!—
Aquel entorno se habla transformado en una especie de cuartel alocado. Todos comenzaron a acomodarse como pudieron, y después de las ensaladas, los embutidos y las verduras, aparecieron las humeantes albóndigas.
—¡Uh mmm! ¡Esto está de cine mamá!— Alberto, el más locuaz, se erigió en portavoz de la familia, los demás se limitaban a asentir. —Pero digo yo... ¿les has puesto algo nuevo? ¡Saben de forma diferente!—
—¡Desde luego que sí!— dijo la madre orgullosa —¡no se te escapa una!. Les he puesto una especia que me ha enviado vuestro primo desde América.—
—¿Y qué clase de especia es? ¿De la zona de donde él vive?— dijo Alberto, intrigado.
—No lo sé, cariño. En el paquete que recibí ayer sólo venía el tarro, no encontré nada más, ninguna carta.—
La familia dio buena cuenta de toda la comida. Después llegaron la tarta, el café, los licores. Sentados en el salón, prolongaron la tertulia hasta que la noche se hizo presente. Sólo entonces la casa comenzó a quedarse vacía.
—Bueno, mamá, hasta pronto. ¡Gracias por todo!, Ya hemos visto que sigues siendo la mejor cocinera del mundo. Cuando lleguemos a casa te llamamos. ¡Cuídate!—
Cuando se fueron todos, Antonia recogió la cocina y guardó las albóndigas sobrantes, pensaba darle una sorpresa el lunes al cartero.
Siempre que encontraba una oportunidad, este le recordaba las ganas que tenía de probar algún guiso suyo, y ése en particular le había salido exquisito.
Como todos los lunes, Mariano hizo sonar el claxon de su todoterreno. Hoy había tenido una mañana muy complicada, por lo que la entrega se habla demorado hasta casi el mediodía. Era el momento de la comida.
—¡Señora Antonia! ¡Carta de Estados Unidos!—
Antonia esta vez lo hizo pasar y sentarse a la mesa. —¡No quiero excusas!— Hoy te comes un plato de albóndigas que he preparado con todo mi cariño, y además te van a sorprender, porque las he aderezado con el bote de especias que me envió mi sobrino desde América. Le han dado un gusto diferente, pero te aseguro que están exquisitas.
—¡De acuerdo!— en el fondo el cartero se sentía en la gloria.
Con su permiso, llamo a casa y le digo a mi mujer que no me espere.
Mientras el cartero disfrutaba con las sabrosas albóndigas, la anciana comenzó a leer en alta voz la carta con membrete de una firma desconocida de abogados.
Querida señora:
Nos ponemos en contacto con usted con la ingrata tarea de informarle del fallecimiento de su sobrino Andrés Jimeno tras un fatal accidente de tráfico.
Tal y como era su deseo le hemos enviado un recipiente con sus cenizas para que las esparzan por el pueblo donde nació y vivió.
No obstante, nos pondremos en contacto con usted y su familia en unos días para hacerles saber la lectura del testamento.
Sin más, aprovechamos la ocasión para expresarles nuestro más sincero pésame junto con un cordial saludo.
Firmado: Juan Antonio Fonseca y Diez
Abogado de Fonseca & Smith
El rostro de ambos cambió del embobamiento al horror. Mariano, con la mano en la boca, intentó llegar al cuarto de baño pero no lo consiguió y vomito en pleno pasillo. La anciana cayó desplomada en el sofá.
Una vez recuperaron el aplomo, y las náuseas y turbaciones cesaron, acordaron tácitamente no revelar a la familia de la señora Antonia lo acontecido, con en afán de que no tuvieran que soportar el trauma que podría acompañarles el resto de sus vidas.
Como es de suponer, ninguno de los dos volvió a degustar jamás un guiso con albóndigas.
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