“Mamá, si me escuchas, yo creo que sí, reza para que yo pueda caminar y esta gente me ayude”...
Una motobomba era lo que hacía falta para sacar a Omayra Sánchez, de 12 años, del pozo de agua fangosa que impedía a los rescatistas liberarla de los escombros y el lodo.
“La única motobomba está lejos del sitio”, dijeron una y otra vez funcionarios del ejército al cuerpo de socorristas que enfrentaba la tragedia de Armero. En dos días y medio ninguna autoridad colombiana fue capaz de conseguir el equipo.
“Toco con los pies la cabeza de mi tía”, decía la niña.
Aquí esta dramática historia real ocurrida en 1985.
Estaba enterrada hasta la cintura en un amasijo de ceniza volcánica, lodo, escombros de su casa y cadáveres de varios familiares, entre ellos su padre. De la cintura para arriba, hasta el cuello, Omayra nadaba en un pozo de agua oscura que impedía ver con exactitud qué la aprisionaba y cómo sacarla.
Se pensó incluso en salvarle la vida amputándole las piernas, pero no se tenía el instrumental quirúrgico necesario.
Mientras, la niña contaba a los periodistas —que la entrevistaban, tiraban fotografías y transmitían casi en tiempo real, al mundo entero, su batalla contra la muerte— que su papá, Álvaro Enrique Sánchez, trabajaba “recogiendo arroz y sorgo en una combinada”, y que su mamá, María Aleyda Garzón, andaba de viaje en Bogotá.
Y se sobresaltaba: “Voy a perder el año, porque ayer y hoy fallé a la escuela”.
Armero, la diana del desastre
Armero era la “Ciudad Blanca” de Colombia, así le llamaban por su próspera producción algodonera. Antes del desastre que la desdibujó del mapa en noviembre de 1985, tenía 50 mil habitantes, 2 hospitales, 9 colegios, 5 bancos, estación de tren, 2 emisoras, bodegas de algodón, café y maní, trilladora, molino de arroz, y pista de fumigación.
El pueblo siempre estuvo amenazado. Lo construyeron al margen del río Lagunilla, cuyo nacimiento se localiza en la base del volcán Nevado del Ruiz, en la cordillera Central de Colombia, en el departamento andino de Tolima.
En noviembre de 1985 la actividad del volcán derritió la nieve de sus glaciares y provocó cuatro avalanchas colosales de hielo y lodo que, en su estampida montaña abajo, arrastraron árboles, piedras y cuanto hallaron a su paso, y sepultaron la Ciudad Blanca y otras comunidades del municipio de Armero.
En 1984, un año antes de la tragedia, el Nevado del Ruiz despertó de un largo sueño. Dos meses antes del fatídico 13 de noviembre, geólogos advirtieron que el coloso seguía activo, y entidades como Ingeominas alertaron sobre la posibilidad de una gran avalancha; en las proyecciones, Armero era una diana segura del desastre.
Sin embargo, en el momento crítico ninguna autoridad estaba preparada. No se tomaron acciones preventivas, y el enfrentamiento posterior a la emergencia fue terriblemente ineficaz.
Murieron y desaparecieron unas 25 mil personas, centenares de niños que sobrevivieron el alud luego fueron llevados a albergues y centros de atención (donde se les perdió la pista).
En más de 30 años no se han establecido sanciones políticas ni judiciales contra quienes actuaron con negligencia ante el desastre. Toda la responsabilidad recayó en la naturaleza.
La tragedia quedó registrada como el peor desastre natural que ha azotado Colombia, y el segundo más significativo del siglo XX en todo el mundo.
La tragedia tiene un nombre: Omayra
La familia de Omayra Sánchez vivía en el barrio Santander, a solo unas cuadras del principal parque de Armero.
Aquel 13 de noviembre de 1985 una lluvia de ceniza advirtió que el Nevado del Ruiz estaba endemoniado. A las 11:20 de la noche (hora local), unos 90 millones de metros cúbicos de lava y lodo se precipitaron a más de 300 kilómetros por hora, y en solo minutos recorrieron los 48 kilómetros que separaban el pueblo del volcán.
En casa de Omayra Sánchez acababan de cerrar la puerta para ir a dormir, cuando sintieron el estruendo horrible y la vorágine de rocas y agua aplastando la casa.
“Todo se me fue de la cabeza y cuando me desperté estaba debajo de esa cosa de cemento”, dijo la niña a la prensa, en una de sus conversaciones durante los dos días y medio que permaneció atrapada aferrándose a la vida.
“Esa cosa de cemento” era una plancha del techo de su casa, y Omayra Sánchez permaneció debajo de ella toda la madrugada y la mañana del viernes 14 de noviembre. Cerca del mediodía logró sacar una mano por una hendija. Fue entonces que la descubrió un socorrista espontáneo, Jairo Enrique Guativonza. Pero hasta la madrugada del sábado no se consiguió liberarle la parte superior del cuerpo.
El viernes al mediodía pudieron darle, primero, un vaso de agua, y luego una gaseosa y un pan. Omayra quería comer algo dulce. Preguntó qué día era y cuando le contestaron que era viernes, recordó: “Ay caramba, hoy era el examen de matemáticas”.
Pese a todos los esfuerzos, la niña quedó atrapada, de la cintura para abajo, en aquella masa de muerte. Los socorristas le construyeron entonces, en medio del agua, una especie de nidito, para que pudiera girar la cabeza y el pecho a ambos lados; le colocaron un neumático por debajo de los brazos, a modo de salvavidas, y encima una viga de madera, para que se agarrara de ella y no se ahogara si el agua subía.
En esa postura permaneció Omayra otro medio día, con la esperanza de vivir, volver a la escuela, y bailar sus danzas folklóricas preferidas.
Su lenta agonía —en la que la esperanza se desesperaba ante el absurdo y la indiferencia— fue registrada y transmitida al mundo entero por los medios de comunicación.
“Por favor, no más fotografías” —pidió la niña el sábado en la mañana—. “Váyanse a descansar un rato… después me sacan”.
“Mamá, si me escuchas, yo creo que sí, reza para que yo pueda caminar y esta gente me ayude”.
Omayra Sánchez murió, ante los ojos del mundo, la mañana del sábado, 16 de noviembre de 1985, a causa de una gangrena gaseosa e hipotermia, por permanecer tanto tiempo en el agua.
El suyo es el rostro de los 25 mil muertos y los centenares de desaparecidos de Armero, la comunidad colombiana que, como la ciudad griega de Pompeya, fue destrozada por la furia de un volcán.
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